El día 30 de julio de 1914 tras salir de Poitiers con dirección norte almorzamos bajo los manzanos en un lugar próximo a la carretera a los pies de una pradera. Ante nuestros ojos a derecha e izquierda se extendían nuevos terrenos agrestes que conducían hacia un bosque y hacia la torre del campanario de un pequeño pueblo. Todo a nuestro alrededor desplegaba la tranquilidad del mediodía y nos mostraba esa sobria disciplina que con tanta facilidad la memoria del viajero está dispuesta a evocar como propia del paisaje francés. A veces estos campos divididos por simples muros de piedra y esas aldeas grises y compactas pueden parecerle incluso a alguien acostumbrado al lugar espacios monótonos e insulsos; en cambio en otros momentos una imaginación sensible es capaz de captar en cada pedazo de tierra e incluso en cada surco la vigilante e incesante fidelidad que generaciones y generaciones vinculadas a la tierra han mantenido hacia ella. El propio pedazo de paisaje que se mostraba ante nosotros nos hablaba línea a línea de ese mismo vínculo. El aire parecía llegarnos cargado de los prolongados murmullos del esfuerzo humano del ritmo de las labores que han de repetirse una y otra vez y la serenidad de la escena parecía alejar de nosotros con una sonrisa los rumores de guerra que nos venían persiguiendo desde el inicio de la jornada.
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