La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita amarga y seca; la lengua hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que si era ya hora muy razonable de saltar de cama no estaba él para valentías tales. Suspiró la señora; dio una vuelta convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla y tiró con garbo. Entró la doncella pisando quedo y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba y Asís exclamó con voz ronca y debilitada: -Menos abierto... Muy poco... Así. -¿Cómo le va señorita? -preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)-. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
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